lunes, 12 de noviembre de 2007

Visiones de un Imperio que nunca existió

Recientes acontecimientos que a nadie se le escapan, además de polémicas que servidor considera más bien estúpidas y chovinistas, han puesto de actualidad, una vez más y sin que sirva de precedente, esa cosa tan difusa y mal traída que fue el Imperio español. De hecho, algunos se empeñan en ver fantasmas donde no los hay, porque lo de la novena potencia mundial no se lo cree nadie, y si lo que pasa es que a Chávez le molesta Repsol... ¡qué lo diga claramente, coñe, que no pasa ná! Es que hasta los que van de valientes por la vida se acaban buscando excusas baratas.

Pero me columpio. Existe una categoría de historiadores llamados hispanistas que intrega a un puñado de autores británicos y franceses entre los que destacarían Pierre Vilar, Paul Preston, John H. Elliot, Ian Gibson o Joseph Pérez. La gracia de sus trabajos durante gran parte del pasado siglo XX fue que contaban cosas que a los historiadores patrios les estaba vedado publicar si no querían acabar entre rejas. Tras la llegada de la democracia, pasaron a convertirse en un contrapunto necesario, una visión foránea sobre asuntos en los que los nacionales nos sentimos excesivamente implicados. Sobre todo, la Guerra Civil y el Imperio. Aunque suponerles una visión desapasionada y completamente objetiva, eso sí, es un error. Los ingleses y los franceses también son humanos (sobre todo los franceses, si creeis los rumores, y ya sabéis lo que quiero decir, ejem).

Un ejemplo de humanidad desbordante es el polémico inglés Henry Kamen, que levantó hace un par de años cierta polémica con su ensayo Imperio (pinchar aquí y aquí). Básicamente, y resumiendo a mi manera los enlaces y la memoria que guardo del verano en que me leí el tochazo, la tésis de Kamen puede formularse así: España no creó el Imperio, sino que el Imperio creó a España. La teoría del historiador británico es que el Imperio colonial español, más que una empresa española fue una suerte de conglomerado multinacional, financiado con prestamos genoveses y holandeses, defendido por militares italianos, suizos y castellanos, expandido a Asia y América por vascos, andaluces y portugueses, etc. La "nación" española, en pañales cuando Carlos I comenzó la aventura imperial, se construyó a contrapelo y casi por causalidad, mientras esa "federación de reinos de las Españas" encabezada por Castilla servía de canal para la plata de Indias y proveía de tropas de élite -los Tercios- a los ejércitos multinacionales de los sucesivos emperadores. Por supuesto esta teoría hizo correr ríos de tinta a favor y en contra. Baste decir que a algunos dirigentes de CiU don Henry les cae muy bien.

No es que servidor esté particularmente de acuerdo con todo lo que dice Kamen -carezco también de la preparación para dejar de estarlo-, pero si es evidente que el Imperio español, como la inmensa mayoría de los hechos históricos, desde la invención de la rueda hasta el 11 de septiembre, es una construcción. Tanto para quienes los vivieron como, sobre todo, para nosotros, que los vemos filtrados por siglos de crónicas, biografías, ensayos, novelas y películas. En un célebre artículo escrito a raíz de la elección de "tú" -entendido como el conjunto de la sociedad expresándose a través de internet en, por ejemplo, bitácoras como esta- como "persona del año" de 2006, Slavoj Zizek afirmaba "Tras la apariencia de una ficción, se articula la verdad sobre uno mismo", refiriéndose a los desdoblamientos de personalidad vía internet. Sin embargo, a mi me da que esa afirmación es proyectable, y el autor esloveno así lo demuestra en otros trabajos, a cualquier tipo de ficción. Gyorgi Lukacs, el gran crítico literario de la visión marxista y esas cosas del querer, habla, por su parte, de la novela histórica como una reproducción verosímil de una época a través de personajes en su mayoría ficticios. Si no es verosímil, es "simplemente" una novela de aventuras, si no son personajes ficticios, es historia novelada, y roza lo ensayístico.

La novela histórica -las películas también-, parten de una concepción romántica del pasado: no nos hablan de como creemos que fue nuestro pasado, sino de los que pretendemos ser en función de aquello que queremos creer que fuímos. Un autoengaños muy elaborado, pero que ilustra perfectamente, a través del pasado idealizado, aquello que aspiramos a ser. El Imperio español no es una excepción. Mi humilde tarea pedante me lleva a afrontar un somero "catálogo de las naves" por etapas del reflejo del Imperio en, básicamente, los libros y películas que me vengan a la cabeza. Como en anteriores entradas, esto va a ser un tochazo, así que agárrense los machos:

1- Tanto monta, móntame tanto.

Lo mejor para estas cosas suele ser empezar por el principio, tema peliagudo de situar. Como dijo alguien de cuyo nombre no quiero acordarme a propósito de las "comunidades históricas" y polémicas aledañas: "¿Por un Estatuto en el 31? Corte usted por el año 1.000, que había doce surtidores de agua en Granada y en otros sitios todavía no sabían lo que era bañarse todos los días". Y, precisamente hablando de Granada, estaría bien situarse allá por 1492, cuando Castilla y Aragón celebraban con alegre escabechina de la morisma su futuro como potencia, pasando con aquello de "Hispania" del dicho al hecho.

En lugar de acordarme de algún prócer que vaya por ahí cantando las loas de los ejércitos de Isabel y Fernando, prefiero reseñar dos novelas que incorporan eso llamado "la mirada del otro".
La primera, El manuscrito carmesí, es premio Planeta y obra de un celebérrimo autor patrio, Antonio Gala. Recoge unos supuestos diarios íntimos del rey Boabdil, último sultán de Granada, que nos narra tanto la vida en la corte nazarí como los hechos históricos por todos conocidos, con la novedad del punto de vista del "malo" de la película, o algo parecido. Recoge su supuesta bisexualidad, las intrigas de palacio y una visión caústica de esa reina Isabel "que no parecía muy limpia". Se menciona a Colón, a los abencerrajes, la cara dura del rey Fernando, la pericia militar del Gran Capitán... Funciona más como crónica cotilla de los amoríos y enredos de la familia real nazarí que como descripción del ambiente en el decadente sultanato. Gala se lo toma como reivindicación de la estética y cultura andalusí, que falla

A la sombra del granado, de Tariq Alí, también procura introducir el punto de vista de los vencidos, pero siendo la crónica idealizada de un "heredero" de los mismos, al contrario que la condescendencia bienpensante de andalucista de salón -con perdón- de Antonio Gala. Tariq Alí, escritor paquistaní de formación británica, es la suma Ken Follet y Pérez-Reverte, dos en uno, en el mundo árabe, y además no lo traducen poco. A la sombra del granado se subtitula Una novela de la España musulmana, y se situa varios años más tarde de la caída del sultanato, en el contexto de las primeras revueltas moriscas, que fueron sofocadas por el cardenal Cisneros con su habitual dominio de la diplomacia. El propósito de Alí, aparentemente, es la glosa de las glorias de Al-Andalus, concepto bastante idealizado en el imaginario musulmán. Aunque es cierto que en Europa ha existido la tendencia de ignorar bastante sus fuentes históricas, tampoco es cuestión de despreciar las propias, así que la conclusión de un lector europeo es que Alí, cuando menos, se deja llevar por el entusiasmo. Los buenos, para el caso una familia morisca de las Alpujarras, son muy buenos, y los malos, todo cristiano viviente, muy malos. No es tan antiestético como para que me decida a meterlo en el apartado de la leyenda negra, pero la documentación resulta, cuando menos, desaseada, permitiéndose el lujo de colocar a Hernán Cortés en un sitio donde es imposible que estuviera y con una edad y un rango que en esa época no tenía, sólo para intentar señalar que los españoles somos unos perros genocidas comeniños a uno y otro lado del Atlántico. Una licencia que si un novelista europeo se tomase con Saladino, por ejemplo, haría al señor Alí poner el grito en el cielo.

Para no parecer un primermundista cabrón -aunque lo sea según los días-, toca leña ahora para don Alberto Vázquez-Figueroa, el auténtico rey de la novela de aventuras español, publicó en su momento Tiempo de conquistadores, narrando la vida de una de las primeras colonos de Santo Domingo, una sevillana que participa en los primeros compases del asentamiento de los españoles en el Caribe, apenas unos años después del Descubrimiento. La protagonista conoce a toda personalidad histórica que se pasease por allí en aquellos años, desde Colón a Pizarro pasando por Anacaona, la princesa de los Tainos, además de participar en las primeras pugnas entre terratenientes y corona por causa de la esclavitud de los indios, que resolvería con la hipócrita solución de las encomiendas.
Por último, pero no por ello menos importante, las películas. En 1992, con motivo del Quinto Centenario, aparecieron dos producciones paralelas sobre Cristobal Colón y el Descubrimiento. La primera, menos conocida, se titula con originalidad Cristobal Colón: El Descubrimiento. Dirigida por John Glen y escrita por Mario Puzo, cuenta con un reparto que quita el hipo: Tom Selleck, con leoninas melenas, como el rey Fernando, Marlon Brando como Torquemada -que me ahorquen si sé que pinta en todo esto-, Catherine Zeta-Jones como un ligue de Colón, Mario Corraface como el propio Almirante, Benicio del Toro como noble cabrón genérico... En esta versión, Cristobal Colón es una especie de aventurero descarado que tontea descaradamente con una reina Isabel jovencísima, y el personal, no sé por qué exactamente, se pasa la vida rezando. Es divertida, pero sacrifica demasiado la Historia para tener drama y peleítas.


Por su parte, la más conocida, y que a mí personalmente me gusta más, 1492: La conquista del paraíso, sacrifica el guión por la poesía, como toda buena película que firme Ridley Scott. Gerard Depardieu interpreta a un Colón más intelectual, quizás demasiado, al que da réplica Sigourney Weaver como la reina Isabel, que despacha cual monarca absoluto del XVI y aparentemente es soltera, pues Fernando no aparece por ninguna parte ni es mencionado ni nada. El reparto incluye a Fernando Rey, Ángela Molina y Fernando Guillén-Cuervo, ya que se trata de una coproducción europea. Así, España recibe menos leña y el tono es más mesurado. Se retratan los típicos conflictos con los indios y los nobles y Scott parece optar por convertir la odisea de los primeros descubridores en una metáfora del choque cultural. Magnífica banda sonora de Vangelis que ayuda a la cuidada selección de los exteriores para conseguir un tono onírico que hace que uno ignore las "libertades" que se toma con ciertos aspectos.


2- No se pone el sol, por muy tarde que te acuestes.


Después de Isabel y Fernando, llegaron su hija Juana, cuya biografía cinematográfica me niego a reseñar, su nieto Carlos y los varios Felipes. En Don Juan en los infiernos, de Gonzalo Suárez, a Felipe II lo visita un buhonero que carga una enorme caracola, la cual ofrece al monarca. En todo momento, el funambulista va acompañado de un hombre completamente disfrazado de negro, "su sombra". El rey prudente pregunta al buhonero que hace con su sombra de noche, y éste contesta que en el Imperio nunca se hace de noche. Felipe II aparece viejo y demacrado, símbolo de esa decadencia que comenzaba con la derrota de la Armada Invencible. Rechaza una caracola gigante que el buhonero le ofrece, la cual no hace sino repetir el nombre de don Juan. El rey, aconsejado por la Inquisición, manda matar al buhonero y apresar al misterioso don Juan, interpretado por Fernando Guillén. Éste, al morir, siguiendo a Baudelaire -tal y como marca el título de la película-, no se arrepiente de nada, e incluso indica a su criado: "Tengo fe, Esgaranell, en que la muerte sea mujer".
El puente de San Luis Rey, de Mary McGuckian, estrenada hace apenas 3 años y con un reparto de lujo, retrataba la vida en la corte del virrey de Perú -un virrey innominado, al menos en la película, no así en la novela homónima de Thornton Wilder en que se basa-, repasando las vidas de los cinco viajeros que perecieron en el accidente del citado puente, con una visión a medias idealizada y a medias irónica de la periferia de aquél Imperio presto a la decadencia. Un reparto de lujo -Robert De Niro, Kathy Bathes, Harvey Keitel, Geraldine Chaplin, F. Murray Abraham, Gabriel Byrne, Pilar López de Ayala- monta una especie de fresco costumbrista que falla en detalles tontos que le quitan la gracia. Por ejemplo, la mayoría de los carteles de Lima en el siglo XVIII... ¡están en inglés! Es una reflexión sobre los mecanismos del poder que coge al Imperio como excusa, más que otra cosa... pero, al ser una obra anglosajona, tiene el mérito de admitir la existencia del Imperio español para algo que no sea servir de sparring en una de piratas pelirrojos en el Caribe.

Crónica del rey pasmado, libro de Gonzalo Torrente Ballester y muy fiel adaptación al cine de Imanol Uribe. Un festival del humor ambientado en la corte de Felipe IV -aunque sin mencionar su nombre, ni a el suyo ni el del valido Olivares- que parte de una premisa absurda que sirve para denunciar la mojigatería congénita del espíritu hispánico. El rey desea ver a la reina desnuda -en la época no era usual que nadie se desvitiese para meterse en la cama-, y esto provoca una serie de intrigas políticas en la corte, hasta el punto de forzar la convocatoria de un tribunal de teólogos, que decidirán si en ello hay pecado o no. Esto ya es una visión desde el corazón del Imperio, enfocándolo como una cosa doméstica y endeble, basada en la superstición y el capricho de unos gobernantes que no saben nada de lo que ocurre a ras de suelo. A destacar la definición que el mismísimo Diablo da de cielo e infierno. "El infierno no está, es. Como el cielo".
Para finalizar, la serie de Alatriste, tanto la película como los -de momento- seis libros. Torrente Ballester se lo tomaba con humor, pero Pérez-Reverte afronta el Imperio, la leyenda negra y los Tercios de Flandes con una mezcla de mala leche, orgullo y cinismo que, bueno, en fin, es la misma actitud con la que parece encarar casi todo. El capitán Alatriste, la primera novela, era una especie de experimento, a medio camino entre la novela de aventuras y la divulgación. Iñigo de Balboa, el narrador, crecía al ritmo de la hija del autor hasta hace un par de entregas, cuando el objetivo de "interesar a los chavales" se impuso de la mano de estirar el chicle comercial. En ese sentido demuestra cierto sentido común que se decidiese hacer una sola película, la dirigida por Agustín Díaz Yanes, que con su título genérico, Alatriste, pretendía englobarlo todo. De hecho, en un pegote bastante tontorrón que intenta hacernos creer que las próximas entregas (que pueden ser dos o tres más o no) ya están planificadas, se adelanta al ritmo de las novelas y adelanta la muerte de Alatriste en la batalla de Rocroi.

Las novelas son eficaces y entretenidas, su propósito es mostrar cuanto más aspectos mejor del Siglo de Oro, siempre desde el punto de vista de un "llano ilustrado", un plebeyo del montón como Iñigo, formado gracias a su contacto con lo más granado de la intelectualidad de la corte y que al mismo tiempo posee experiencia como soldado. La película busca un tono épico algo fallido, aunque su fondo es el mismo que el de las novelas. No quiero hacer crítica cinematográfica, que acabaríamos a palos. En lo que respecta a esta entrada, debe ser la obra mejor documentada de todas, por la cuenta que le trae, y la que consigue ser más ecuánime en función de su "consciencia discursiva". Lo grave de las cagadas de los anglosajones es que no lo hacen a propósito, simplemente lo establecido es que el Imperio español "era así". Alatriste sabe quie existe abundante literatura y cine previo, y trata de hacerse un hueco para decir, más o menos, que no era tan malo ni tan bueno, pero, qué demonios, era nuestro.

3- La leyenda negra y esos perros ingleses.
Es un lugar común que la Historia la escriben los vencedores, y que en los últimos dos siglos y pico los vencedores han sido siempre los anglosajones, en sus múltiples formas. La novela de aventuras del XIX y su continuación natural, el cine, han parido la cultura global, cuyo padre es el imaginario colectivo angloamericano y calvinista. Una mierda, vaya. Así, el gobernador español siempre es malo -aunque el héroe se enamora de su hija-, los curas campaban a sus anchas quemando gente como el que hace pis, nuestros abuelos no se lavaban -tiene coña, viniendo de ingleses y franceses-, y nuestros reyes unos inútiles. Aunque nada de esto sea mentira del todo, se trata de exageraciones interesadas y descontextualizadas de medias verdades. He cogido dos ejemplos, pero coger una peli de piratas de los 50 al azar sobre para superarlos. Ni me paro a hablar de las adaptaciones de El Zorro en las que los malos son los españoles. Así los coja El Coyote y les enseñe lo que es bueno.

Para empezar, Elizabeth, de Shekhar Kapur. La de 1998, en la que sale Cantona. No he visto la segunda parte. De hecho, mis amigos me recomiendan que no la vea por el bien de mi tensión arterial. Todo superhéroe, en este caso superheroína, necesita un malo malísimo, y el de Isabel I, la reina virgen -permítanme que me ría-, es Felipe II, una especie de capillita comeniños que vive encerrado en un cuarto oscuro maquinando malvados planes mientras se frota las manos, a medio camino entre el cardenal Richelieu de los "Dartacán y los tres mosqueperros" y el Profesor Moriarty de los dibujitos de Sherlock Holmes. Ya saben, "Ja-je-ji-jo-ju, destruiré a los inglesés porque envidio lo felices y buenas personas que son, además de porque mi fiel amante y dominatriz sexual, el Papa de Roma, me lo ordena". Asín, a bote pronto, sólo exagero un poquitín. En la primera, que yo recuerde, Felipe II está detrás de todas las rebeliones posibles, intenta casarse con Isabel y, encima, llega a pagar a uno de sus amantes -Joseph Fiennes, el eterno actor de peli ambientadas en la época isabelina- para que la asesine. La leche en verso, el penúltimo rey decente de las Españas era un Stalin renacentista. La segunda parte narra la "hazaña" inglesa de la victoria sobre la Armada Invencible, e, infiero, mencionará las correrías del "héroe" Francis Drake, un pirata, un ladrón y un asesino como una casa, que como era inglés, era la leche. No como los piratas españoles a sueldo de los Austrias, que hacían lo mismo, pero en feo y sin lavarse, cosa que insisto, viniendo de un ingles tiene guasa. En fin.


La ruta hacia El Dorado, de Bibo Bergeron y Will Finn, entre otros, es una producción de dibujos de la Dreamworks pre-Shrek, cuando aún creían que podían hacerle la competencia a la Disney en animación tradicional. Los protagonistas son dos españoles -Tulio y Miguel, antepasados directos de Chandlet y Joey- que resumen, en positivo, las razones para embarcarse rumbo a América de muchos conquistadores: ganar dinero y conocer mundo. No tengo mucho en su contra excepto que uno de ellos, para cortejar a una india, diga "ele mi grasia", y hasta es llamativo que el malo malísimo sea un sacerdote nativo medio loco deseoso de colaborar con los conquistadores. El problema es la imagen que da de estos últimos, aderezada con unos fallos de documentación que son tan ofensivos al sentido común como, por desgracia, habituales.

El problema de todo esto es que las películas marcan el mínimo de los conocimientos históricos que maneja el subconsciente colectivo, así que las quejas que vienen a continuación no son de tiquismiquis. Para empezar, el localizador del comienzo de la película nos indica "España, 1521", y nos muestra a Hernán Cortés -una bestia parda con voz de tenor y dos metros de ancho de hombros- partiendo hacia... alguna parte... dándose un baño de multitudes. Al pobre Cortés le tiene todo el mundo manía, pero, mala o buena persona, el salió de Cuba, y por la puerta de atrás. En España las multitudes se ocupaban en sobrevivir, no en celebrar masacres de indios como si fuesen victorias del Real Madrid. Luego está el típico toro suelto en mitad de la calle, que ya ni siquiera tiene gracia, y que la moneda de curso en el siglo XVI es... ¡la peseta! El doblaje arregla algún desaguisado parecido. Pero vuelvo a Cortés. Los héroes se cuelan en su barco de polizones y son apresados, los llevan ante el conquistador y este les espeta: "Esta tripulación fue elegida con tanto cuidado como los discípulos de Cristo". Consiguen escapar, llegan a El Dorado y aparece Cortés... Menos mal que no especifican donde está El Dorado, pero la expedición española simplemente se dedica a... ¡andar por la jungla buscando indios que conquistar! Tócate los huevos.

Como veo que estoy subiendo el tono, es mejor que pare ya. Quede esta humilde aportación de mi aún más humilde tárea pedante a la imagen proyectada y proyectiva que de nosotros mismos nos va quedando. O no.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sí que sale Drake en la segunda parte de Elizabeth. Bueno, lo mencionan. Resulta que llega Walter Raleigh (que es Clive Owen, ya ves tú) a la corte, y los embajadores españoles empiezan a quejarse, "porque es un sucio pirata, como Drake". O algo así. Y la reina los mira como a monos de feria, y no les hace puto caso, porque a ver, Clive Owen está más bueno que los embajadores españoles, que son bajitos, oscuros y feos. No, mejor no la veas.

-A.