sábado, 18 de febrero de 2012

#acampadabetis

-    Es más bonito como yo lo cuento.
-    Pero es mentira.
-    Qué más da.
-    Venga, cuéntalo.
-    Pues era la toma de posesión de Zoido en Sevilla, ¿no? En 2011, después de las municipales. Y estábamos todos los del 15M, una manifestación con un huevo de gente, rodeando el Ayuntamiento.
-    El 15M no, la Asamblea de Sevilla.
-    Mi coño.
-    Lo que sea. El tema era que los cabrones no se escapasen. Los tíos salían del acto, y empezamos con el ‘no nos representan’, pero luego la gente se fue calentando y empezaron a insultar. Que si ladrones, que si hijos de puta…
-    Una barbaridad, porque ese rollo no vale para nada…
-    Déjalo que acabe.
-    Eso. Que la cosa cada vez más heavey, escupiendo, y los policías histéricos y nosotros echados encima…
-    Pero si no estabas…
-    Pero déjalo que lo cuente… Decías que aquello estaba a punto de reventar, y…
-    Aparece Gordillo.
-    El alcalde de…
-    El presidente del Betis.
-    ¿Invitado a la toma de posesión del alcalde?
-    Sevilla es Sevilla.
-    Aparece Gordillo…
-    Y la gente se calla. Es como en plan ‘es el presidente del Betis, es uno de nosotros’. Él va enchaquetado y nos mira como con miedo, pero la gente está murmurando en plan ‘si es de pueblo’.
-    Que no era él. Si no estabas.
-    Y de repente salta un chaval: ‘¡Gordilla, sálvanos!’.
-    Buenísimo…
-    Y a él sólo le sale encogerse de hombros, mirar alrededor y decir ‘¡Es que estoy yo solo!’. Y la gente se empieza a reír y empieza a aplaudirle, y hasta alguno empieza ‘¡Beeeetis, Beeeetis!’.
-    Ahí te has pasado, ¿ves?
-    Es que es todo mentira. Él no estaba. Rafa Gordillo, el del Betis, tampoco. Y el que sí que salió y se quedó todo el mundo callado fue Sánchez Gordillo, el alcalde comunista de Marinaleda.
-    Pero es más bonito como yo lo cuento.

miércoles, 15 de febrero de 2012

El Faro

El farero bajó hasta el acantilado a cenar en un atardecer de mar tranquila, el chaleco raído, la chaqueta gastada y las botas resistentes. La sirena lo esperaba con la mitad de pez siendo lamida por las aguas y la arena raspándole lo codos, el pelo negro engalanado de algas pegándosele a las mejillas. Él se sentó en una roca y le ofreció un trozo de pan y algo de queso. Mientras comían, ella preguntó:
-    ¿Cuándo renunciarás a tu isla y me dejarás descubrirte los secretos del fondo del mar?
-    Debo encender el faro cada noche para guiar a los barcos.
-    Ya no quedan barcos. Sólo tú.
-    Eso no importa.
Cuando acabó con el queso, la sirena tomó impulso, nadó un poco y se sumergió. Regresó a la playa con la luz rosácea del anochecer arrancándole destellos pálidos de la piel húmeda y salada.
-    ¿No quieres conocer los palacios submarinos de coral, ni a los monstruos de luz de las profundidades abisales? ¿No deseas cogerme de la mano y hundirte conmigo en lo más profundo del océano, dónde nunca se me reseque la piel ni tú debas mirar la altura del sol?
-    Ni ellos ni tú me necesitáis. Los barcos sí.
-    Te lo digo siempre. Ya no quedan barcos. Sólo tú.
-    Eso no importa.
Ya no se veían con nitidez, sólo intuían la figura del otro en medio de una penumbra cenicienta, adivinándose por la voz.
Él se puso en pie.
-    Debo subir a encender el faro.
-    Mañana habrá mar brava. No volveré hasta dentro de una semana.
-    Te traeré una manzana.
-    Volveré hasta que te quedes sin nada y ni siquiera puedas encender el faro.
-    Los barcos me seguirán necesitando.
Ella sonrió, arqueó el cuerpo hacia atrás y, con un salto, se sumergió en el mar.
Él camino de vuelta a su hogar, como cada noche.

Los gatos del Albaicín

Los gatos del Albaicín descienden de los gatos alquimistas de los reyes nazaríes. Muchos afirman ser familia del mismísimo gato del sabio Ebben Bonabben, el preceptor del príncipe de la Alhambra, pero lo cierto es que casi ninguno puede demostrar un linaje que vaya más allá de los gatos callejeros de los años de la posguerra. Devoran palomas con la frialdad del carnicero, esperando por turnos con jerarquía selvática. Pero también usan sus garras y dientes para perseguir a la mala gente que camina, esos humanos sin rostro con mejor memoria para los ancestros pero incapaces de estar a su altura. Son sombras de ojos que refulgen por entre las cornisas y las esquinas, maullidos que se pierden sobre tejado invisibles. Son el testimonio de la magia nunca olvidada, los guardianes de esos otros gatos que dormitan en cajas de arena y han olvidado como cazar.

Los gatos del Albaicín poseen el orgullo de las casas reales en decadencia. Cuando contemplan un perro, no se rebajan a erizar ante él su pelaje, sino que se yerguen sobre sus cuatro patas y de un salto ocupan el saliente más cercano al intruso. Impasibles a sus zafios ladridos, los gatos del Albaicín desquician a los perros colocándose fuera de su alcance y siguiéndolos con sus miradas implacables de cazadores. Hasta que el amo llama y el perro se retira, con el desprecio del gato del Albaicín, sucio y libre. La única venganza del can es mancillar con sus desperdicios las calles que vigilan los mininos alquimistas, pero ellos son más sabios. Amo y perro se retratan ante los hombres nobles que les legaron el empedrado sobre el que defecan, y sólo el gato se revela como el heredero de aquellos.

Los gatos del Albaicín acecharon a los pistoleros de negro, a las casacas azules y a los hombres de hierro de centurias antiguas. Ahora esperan, pacientes, que pase el tiempo de los glotones y los hipócritas, que no merecerán ni las risas de sus bisnietos. Ronronean y encogen sus pupilas, afilan las garras contra la pared y se retiran de los bigotes la sangre seca de una paloma. Pues son los bastardos de alquimistas musulmanes con desheredadas hebreas y heterodoxos cristianos, y si algo les sobra es paciencia.

Qué es el miedo

    Ángela preguntó:
-    ¿Qué es el miedo?
José se rascó la barbilla. Levantó un dedo hacia el cielo.
-    ¿Recuerdas el perro negro, el que ladraba por la noche cuando eras más pequeña?
-    No.
-    Pues había uno.
Manolo levantó la voz desde su silla.
-    Sé lo que te va a contar. Era una noche en que estabas en nuestra habitación y jugábamos a lanzarte de cama en cama.
-    Qué burros.
-    Es que pesabas muy poco.
-    La cosa es que el perro ladró y se oyó por la ventana.
-    Y te llevaste las manos al estómago, nos miraste y preguntaste: “¿susto yo?”.
-    ¿Eso es el miedo?
-    El miedo era que no sabías que hacer. Sabías que el perro podía morderte, pero sólo si te podía alcanzar. Y, como eras pequeña, no estabas segura de la distancia, ni de qué había entre el perro y tú. Así que preguntabas, ¿me tengo que asustar? ¿Cómo tengo que reaccionar? Porque si no puede alcanzarme, no tengo porque tener miedo.
-    Espera, creo que yo tengo una definición mejor.
-    Mira éste. Tú qué vas a tener.
-    ¿Te acuerdas del cuento del gigante que dormía?
-    Sí. Creo que sí.
-    Yo no.
-    A ti nunca te lo contaron.
-    Pues cuéntamelo tú.
-    Era un gigante muy bueno que vivía en un bosque, y era amigo de todos los animales. Un día, el gigante se tumbó a dormir, y al día siguiente no se despertaba. No es que estuviese muerto, es que seguía durmiendo, aunque el sol estuviese dándole en la cara y sus amigos hiciesen mucho ruido alrededor. Todos estaban preocupados, porque querían mucho al gigante, pero no sabían qué hacer. Iba a llegar el invierno y tenían miedo de que se congelase. Hasta que un buho se posó en su oreja y, hablando muy bajito, le pregunto: “Gigante, gigante, ¿por qué no quieres despertarte?”. El gigante abrió un ojo muy despacito y le indico con una seña al buho que se posase en su nariz. Entonces, empezó a susurrar, muy bajito, muy bajito: “Cuando me quedé dormido, una familia de marmotas se metió en un bolsillo de mi camisa creyendo que era una cueva y se pusieron a hibernar. Si hablo o respiro fuerte, las dejo sordas. Si me muevo de golpe, las aplasto. Así que voy a hibernar con ellas hasta que se despierten y se vayan”.
-    ¿Y de qué tenían miedo los animales? ¿No habían pensado hasta entonces que el gigante podía aplastarlos?
-    Sí que se habían dado cuenta. En lo que no habían caído es en que el gigante también lo sabía. ¿Entiendes? El gigante sabía que, sí quería, podía aplastarlos, sólo que elegía no hacerlo. Y ahora tenían que vivir con la posibilidad de que un día cambiase de idea.