domingo, 18 de julio de 2010

Bajo la apariencia del tímido periodista Clark Kent...


Para muchos espectadores de Perdidos, el momento epifanía en su experiencia receptora llegó con el final del capítulo 4, Walkabout, cuando descubrimos que John Locke, el experto cazador y "hombre de acción misterioso", era paralítico hasta que llegó a la Isla -que se escribe con mayúscula por ser un personaje más, claro-.

Es más, era un pringado sin vida, que trabajaba en un puesto de oficina con cubículos y usaba de terapia a la chica a una línea caliente a la que llamaba por el nombre de su ex novia, que fantaseaba con juegos de estrategia en los que era el "coronel" Locke y del que su jefe, más joven y más capullo, se burlaba cada vez que podía. John iba en el avión tras desperdiciar su única semana de vacaciones al año apuntándose a una excursión de supervivencia en el desierto australiano en la que no le dejaron participar debido a su condición.

Pero en el territorio mágico de la Isla, John recuperó el uso de las piernas, de manera que toda su experiencia como cazador, sus cuchillos y su preparación para la semana de supervivencia tenían por fin utilidad. Se convirtió en el proveedor de carne para los supervivientes y también en el chamán de la tribu, ya que fue el primero en darse cuenta de la clase de pruebas que la Isla proponía y en orientar a sus compañeros -el "conejo blanco" de Jack, la oruga de Charlie o la experiencia alucinógena de Boone-.

En la sexta temporada -y última-, los guionistas se entregan a la enésima vuelta de tuerca al sistema de flashbacks/flashforwards y hacen algo menos original de lo que creen dentro del género, narrando en paralelo las vicisitudes de dos realidades diferentes -o no-, una de ellas siguiendo la línea temporal ya conocida de la serie y otra narrando cómo habría sido la vida de los protagonistas de no estrellarse el avión -o antes de que tuviese que estrellarse-.

Al final de la quinta dos simples planos y un flashback habían bastado para confirmarnos lo que llevábamos un tiempo sospechando: John no es "el elegido", al menos no tanto como él mismo piensa, tan sólo un engranaje más en el juego de backgammon que el mismo proponía a Walt en la primera temporada -ese guiño, el del más viejo y el más joven, se fue perdiendo por el estirón que pegó el actor que hacía del niño, claro-. No es un líder, sólo un juguete.

En la sexta, en el capítulo 4 -simetría más que intencionada, ya que en él John llega a repetir dos veces "It´s my walkabout" y se repiten detalles como el "funeral" o el "Don´t tell me what i can´t do!" que hacen las delicias del seguidor fiel-, lo vemos en la que podría haber sido su vida de no estrellarse el avión: despedido de su trabajo pero a punto de casarse por fin con Helen, Locke asume su parálisis tras tropezar con varios de los que habrían sido sus compañeros de "naufragio", incluida la secundaria de lujo Rose, que le confiesa su cáncer terminal -que la Isla habría curado en otras circunstancias-, y al mismo Jack, cirujano lumbar que le ofrece su tarjeta y una consulta gratis tras conocerse en el aeropuerto de Los Ángeles, en busca de sus equipajes perdidos -el ataúd de su padre en el caso de Jack y los cuchillos en el caso de Locke- en la que supone la mejor escena del capítulo doble que abre la temporada.

De nuevo en el 4, John y Helen rompen la tarjeta del Dr. Shepard renunciando a hacerse más ilusiones sobre una posible recuperación y poco después vemos a Locke ejerciendo como profesor sustituto de gimnasia en un instituto -el título del episodio, The Substitute, es una pirueta de las que tanto gustan a los creadores de la serie-. Poco después, acude a la sala de profesores y vemos a uno de sus colegas, de espaldas pero con una voz inconfundible para cualquier seguidor de la serie. Es Benjamin Linus, el otro antagonista de Locke en la Isla. Ambos conversan brevemente y se siembra una posible amistad -"el té es una bebida de caballeros"-. John sonríe. Ahora se acepta a sí mismo y explorará las posibilidades que su vida le ofrece, sin renunciar a Helen ni a ser uno más entre sus iguales.

La ruptura de la tarjeta de Jack es tan simbólica como parece, pues se necesitan el uno al otro para poder intercambiar sus roles de defensores de razón y fe, respectivamente. En el piloto, Shepard le espeta, casi por sorpresa, "nada es imposible", cuando Locke sostiene que su columna no tiene solución. John está renunciando a la fe, en paralelo al funeral de la otra línea temporal en la que Ben sostiene que era su característica principal y se arrepiente de haberlo asesinado, asumiendo las similitudes que los hacen simpatizar en el mundo en el que ambos son mediocres pero felices -excepto cuando alguien no cambia el filtro del café-. En la línea temporal "realista", John asume que es Clark Kent y que nunca se convertirá en Superman.

La locución de la serie de dibujos animados para su proyección en cine de los años 40 rezaba que "bajo la apariencia del tímido periodista Clark Kent, se oculta Superman..." No hace falta hilar muy fino para analizar el mecanismo psicológico de por qué sigue funcionando: nosotros, los mediocres, los oficinistas, los urbanitas anónimos, ocultamos bajo nuestras camisas y corbatas un Superman que todas las Lois Lane del mundo, los abusivos Perry White y demás no pueden ver. Algo que nos hace sonreír bajo nuestras gafas cuando nos giramos. ¿No es cierto?

Igualmente funciona en la versión para ricos, los casos de El Zorro -y su primo El Coyote-, Batman o La Pimpinela Escarlata, en los cuales bajo la fachada de un señorito caprichoso, debilucho y remilgado se esconde un auténtico hombre de acción que usa todos los muchos recursos a su alcance para proteger al débil y atacar a los fuertes, sus supuestos iguales. Uno Robin Hood que no renuncian a sus títulos nobiliarios para irse a vivir al bosque, en última instancia.

En los 60, Stan Lee dio una vuelta de tuerca completa al concepto de los superhéroes y los acercó más a como los concebimos hoy, añadiéndoles toques de culebrón más allá de la esquizofrenia parsifalista de la relación entre Lois y Superman. Peter Parker, la culminación de ese estilo, es un completo pringado, que ni siquiera trabaja de periodista, es más una parodia de Jimmy Olsen, el Superman´s Pal, vive con su vieja tía, en el instituto abusan de él por ser un repelente empollón y ni siquiera conseguir poderes le arregla el día, Spiderman es un proscrito al que las propias fotos que él mismo se hace sirven para vilipendiar. Aún así, cuando se pone la máscara, Peter se transforma en otro, deja salir gran parte de la tensión que lleva dentro, y si Parker es retraido e incapaz de responder a las agresiones del matón Flash Thompson, Spiderman no para de charlar incluso cuando el Doctor Octopus le derriba un edificio encima, y por supuesto para burlarse de su peinado.

Con el tiempo, y como un símbolo de madurez, Lois descubrió que Clark era Superman -o su relación nunca habría sido sincera, sino un truño- y Mary Jane resultó "saber desde siempre" que Peter era el cabeza de red -una cagada, eso sí, porque se falseó su relación previa en la que asumía a su amigo Parker como un perdedor encantador-.

Smallville unió a Superman y Spiderman en una sola idea, pero la verdadera reencarnación de la fantasía adolescente de poder partir la cara a todos los macarras que te putean en el instituto -asumidlo, los macarras no leen tebeos- fue Invencible, en última instancia un son of Superman con inquietantes parecidos con Dragon Ball en algunos argumentos. La gracia de la obra cumbre de Robert Kirkman es que, en un mundo lleno de superhéroes, todos los tópicos del género se asumen como lo más natural del mundo. Cuando el protagonista descubre que tiene superfuerza no se soprende -su padre es OmniMan, el mayor héroe del universo, después de todo-, simplemente exclama "ya era hora".

En estos tiempos oscuros en que freak es una especie de etiqueta de moda -lo siento, pero los de generaciones anteriores, y ya puedo decirlo, no nos poníamos nombres, simplemente éramos así-, la ficción, al menos la buena ficción, ha optado por mundos posibles en los que lo raro es normal. En última instancia, la moda freak es sólo campañas para vender muñequitos articulados, pero esta volviendo reales las pesadillas cyberpunk y los relatos bizarros de la ciencia-ficción más pesimista.

Para Ballard, que duerme ahora en el cielo de los dioses del tercer mundo, lo avisaba: Todo se está volviendo ciencia-ficción. De los márgenes de una literatura casi invisible ha surgido la realidad intacta del siglo XX.

DC Cómics, que de alguna forma lo empezó todo, lleva empalmando "eventos definitivos" casi una década, algo normal en el mercado pero que acaba por cansar a los fans. Esperando a que acabe The Blackest Night, me centraré en Infinite Crisis y Final Crisis.

En la primera, los villanos son dos fans, pero lo que de verdad duele es ver morir a la anciana Lois de tierra-2 en brazos de su Clark, que no se cree realmente que esté pasando cuando afirma que "Superman siempre salva a Lois Lane". En la segunda, interviene el Super Young Team, una equipo de superhéroes japoneses cuyo principal superpoder es ser "supercool" y hacer cosplay disfrazándose con pastiches de los principales héroes DC.

Grant Morrison, en Crisis Final, propone una de esas nuevas piruetas metalingüísticas que tanto le gustan, no sabemos si creando otro "sello mágico", porque los guionistas británicos siempre abusan de los alucinógenos -y el único que de momento ha sido capaz de asumir la autoparodia ha sido Alan Moore en Supreme, y de aquella manera-. Quiere ficción sin trabas, que siga las claves de Kirby pero no se nutra de ellas permanentemente. Quiere el fin de los monitores. Eso está muy bien, Nix Uotan my son, sobre todo al proponer la llegada de los dioses del quinto mundo -si, el Super Young Team-, pero por la misma naturaleza de dónde y cómo se ha hecho, no perdurará.

Perdidos ha sacado un enorme background de la ciencia-ficción y los cómics de superhéroes para traducirlo al público más o menos masificado, aunque cuanto más se complicaba la trama más gente renunciaba a la serie. Si Final Crisis y las demás paridas de Morrison representan "sellos mágicos cargados de significado" que se envían al éter -ser raro es lo normal, saca el Superman que llevas dentro-, Perdidos lo es más aún. La ficción popular es la manera en la que el subconsciente colectivo asimila la realidad, y si no echad un vistazo al cine posterior al 11 de septiembre.

En Los Increíbles, muy divertida pero muy nazi, el plan de el villano es hacer que todo el mundo sea especial... ¡para que así nadie lo sea! ¡Superman necesita a los mediocres para ser Superman! Los Increíbles es Wachtmen para niños, pero su mensaje es mucho peor, y desde luego en las antípodas de Final Crisis o All-Star Superman. La idea de Morrison es que, en última instancia, todos tenemos superpoderes. La misma conclusión a la que llegaba Steve Seagle -el escritor de cómics, no el "actor" de películas de artes marciales- en Es un pájaro..., una obra muy personal en la que explicaba sus reflexiones cuando le ofrecieron hacerse cargo de una de las series del personaje. Es sencillo: necesitamos creer que existe un hombre que puede superarlo todo para saber que nosotros también podemos.

Obviamente, esa no es la concepción del mundo de Wachtmen, pero no hay que confundirse: Wachtmen es optimista, no pesimista. Nada acaba nunca, la decisión está por completo en tus manos. Mientras Laurie y Dan se alejan de la casa de la anciana Sally Júpiter, ya están planeando su regreso a las mallas.

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