sábado, 16 de agosto de 2008

La carretera, de Cormac McCarthy

Cormac McCarthy es el escritor gringo de moda en la actualidad, un poco por el Oscar aún calentito de la adaptación de No country for old men y otro poco por esta novela, La carretera, ganadora del Pulitzer de ficción en 2007 y que está vendiendo como churros a ambas orillas del Atlántico, siendo traducida a cuantas lenguas civilizadas se ponen a tiro y con adaptación protagonizada por Viggo Mortensen en marcha. Obra de McCarthy son también novelas como Meridiano de sangre o Todos los caballos bellos, y las solapas de sus libros se complacen en presentarlo como una suerte de cartujo al estilo de J.D.Salinger, aunque es algo más fácil encontrar fotos suyas recientes.

La carretera narra las desventuras de un hombre y su hijo supervivientes de un desastre nuclear. La mayoría de las ciudades se han colapsado y apenas quedan un puñado humanos, reducidos casi a animales y que se apañan como pueden con los escombros, en medio de un invierno nuclear que ha cubierto el cielo de ceniza y terminado con los colores. El hombre y el chico se dedican a viajar hacia el sur siguiendo una antigua carretera que aún sigue en pie, suponemos que en alguna parte de la costa oeste de lo que una vez fueron los Estados Unidos. Usan un carrito de la compra para cargar mantas, herramientas y la poca comida que consiguen saquear de los lugares abandonados que van encontrando a su paso. El padre vive en constante paranoia, cargando una pistola para la que casi no le quedan balas y de la que nunca se separa, temiendo tanto al resto de los supervivientes como al momento en que, finalmente, no les quede comida que recuperar ni sur al que llegar.

La descripción de los personajes y el ambiente es mínima, los diálogos cortos y bastante concisos, aunque hay bastantes. El comienzo de la novela introduce rápidamente en la rutina del hombre, cuyo punto de vista filtra la acción la mayor parte del tiempo, a través de varias escenas cortas pero repetitivas, con enormes elipsis entre ellas y apenas ambientación. El estilo -ojo, he leído una traducción- adquiere una cadencia casi cansina, que refuerza la sensación de desesperanza y final inminente que se desprende de la acción. No hay adornos. Al igual que los personajes, lo que preocupa a la narración es el monótono y vacío día a día, siguiendo la carretera y escondiéndose del resto de los supervivientes, luchando tan sólo por tener algo que comer al día siguiente.

Slavoj Zizek analiza su artículo "El choque de civilizaciones en el fin de la Historia" la magnífica Hijos de los Hombres, del director mejicano Alfonso Cuarón. La película describe un mundo futuro, a veinte años vista, en el que la humanidad se ha vuelto completamente esteril. Para Zizek, la esterilidad a la que se refiere la película resulta más espiritual que real, y la sociedad sumida en el miedo y la desesperanza a la que da lugar esa esterilidad es sólo una prolongación sesgada de la nuestra. En la misma medida, aunque tirando más del "realismo mágico" que de la ciencia-ficción, funciona la obra maestra de José Saramago, Ensayo sobre la ceguera, donde la "enfermedad de la luz blanca" es sólo una excusa para retratar la condición humana.

En La carretera la civilización no se vino por las bombas nucleares, sino por las peleas de lobos sobre las cenizas. El protagonista es el guardian de la esperanza, representada por ese hijo suyo que no conoce el mundo anterior al desastre, una esperanza que para volverse más fuerte, real, posible, tendrá que enfrentarse por el camino a las mayores enormidades. El mundo de La carretera es uno donde los seres humanos viven en la constante desconfianza, ya que han aprendido a cosificarse entre sí, a reducir a los otros al beneficio que puedan obtener de ellos. La violencia o la antropofagia no hablan tanto del mundo post-apocalíptico como del nuestro.

La novela comienza con un sueño del hombre, una pesadilla de muchas que se nos irán desgranando conforme avance la historia. En la morosidad descriptiva del relato hay mucho de voluntad onírica, reforzado por el anonimato de los protagonistas y las situaciones arquetípicas por las que habran de pasar antes de llegar al inevitable final. Los sueños del hombre, que él considera pesadillas porque le recuerdan el mundo anterior, marcan el ritmo, pero los del niño se
regatean. No los tiene. Sólo sueña con el mundo que conoce.

Proteger al niño, al que considera el último dios, vivir para que éste pueda ver un día más, se presenta como una tarea esteril para el padre en la medida en que la humanidad, intuye, debe encontrarse destinada a la extinción. Las decisiones que habrá de tomar para sobrevivir, además, se someten al escrutinio moral del chico, que necesita que su padre le recuerde que son "los buenos", que siguen "llevando el fuego". La pregunta recurrente es si existen más de los buenos, gente como ellos, en alguna parte, con niños como él. La contestación es que debe haberlos, que están ahí fuera, pero se esconden los unos de los otros. El final, pese a todo, es todo lo optimista que puede ser. Los buenos siempre siguen adelante porque nunca se comerían a sus propios hijos, en la metáfora más dura, efectiva y esperanzadora de toda la novela.

Juan Ignacio Ferreras, en su ensayo La novela de ciencia-ficción, considera el género como una especie de "romanticismo hacia delante", donde los autores, en lugar de recrear gloriosos pasados remotos al estilo de Walter Scott o Henryk Sienkiewicz, imaginan un mundo futuro que sirve de tapadera al actual, o en el cual vuelcan sus anhelos o miedos. La Distopia sería el subgénero por excelencia, coronada por obras que han pasado al acervo de la cultura libresca del XXI, aunque con lecturas particulares: 1984, Un mundo feliz o, más recientemente, Soy leyenda, de la cual La carretera es una suerte de "revisión realista". Más en la línea de Un mundo feliz, donde la opresión y la esterilidad vienen de un mundo aterrador que no hace sino colmar todos nuestros deseos, camina un clásico del género en España, disfrazado de space-opera: Lágrimas de luz, de Rafael Marín. Otra cosa es que el género se hibride o, según otros, directamente se muera.

Más reciente que la novela de Marín es el relato del bizarro Jeremy Robert Johnson "La Liga de los Ceros", en las antípodas metafóricas de La carretera pero de fondo casi idéntico, del cual extraigo la cita que cierra esta entrada, una de esas que uno se apunta, esperando hasta que tiene la oportunidad de colarla, venga a cuento o no:

Nadie ha lanzado una bomba. Ningún gran fuego ha chamuscado la Tierra. Sólo terminamos así. Seguimos una progresión natural del pasado al presente. No somos post-apocalipsis, somos post-ayer.

1 comentario:

Anónimo dijo...
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