martes, 2 de septiembre de 2008

Adivina quién viene a cenar...

Tengo una teoría compartida por amplias capas de jóvenes de mi generación: cualquier película en la que salga Will Smith se convierte, por su sola presencia e independientemente de otros factores, en film de culto. El corolario viene, además, con la certeza de que a Parque Jurásico sólo le falta la presencia de Smith para ser la mejor película de todos los tiempos.

Fieles seguidores de Will Smith desde los tiempos gloriosos de El Principe de Bel-Air, muchos de nosotros, prepúberes noventeros nacidos en los tiempos de Wachtmen, Ronin o Akira, nos entusiasmamos con Independence Day -menos en el discurso del presidente-, pegamos botes sobre el asiento con Men In Black I y II, disfrutamos como enanos con Wild Wild West -obra maestra infravalorada-, y abucheamos al histérico de Spike Lee cuando se quejó de que Will aceptase rodar La leyenda de Bagger Vance pese a que en dicha película no se hiciese referencia a la discriminación que sufrían los negros en EEUU durante los años 20.

Con esto quiero decir que cuando, tiempo ha, me senté a ver Alí, lo hice con la expectativa de ver si el bueno de Will demostraba esas dotes interpretativas sobre las que aún hoy se ciernen dudas razonables y, además, las cantidades de toñas y moralina de andar por casa imprescindibles en cualquier película de boxeo. Pero me encontré con una película sobre la negritud, sobre eso que los liberales autocomplacientes y los socialdemócratas de salón llaman "las utopías del siglo XX", una película que, con sus más y sus menos, hablaba tanto de Muhammad Alí, el hombre, como de "el campéon" como fenómeno social, en un tiempo en que esos a los que llamamos "los famosos" todavía no estaban completamente prefabricados y, además, aún sobrevivían los últimos especímenes de intelectual influyente sobre el gran público.

Durante la primera mitad de Alí, la figura del campeón comparte protagonismo, casi involuntariamente, con la de Malcolm X, interpretado por Mario Van Peebles, otro puñetero actor de culto encasillado en películas de acción. Los vaivenes políticos y las insinuaciones sobre el control que el FBI ejercía sobre las reivindicaciones de derechos civiles resentes en la película me hicieron saltar al Google, la Wikipedia y las bibliotecas -en estas últimas con éxito relativo- para saber más sobre la Nación del Islam, las razones que llevaron a Alí a cambiarse de nombre o la figura de Malcolm X. También provocó que buscase el documental Cuando éramos reyes, y que aprendiese un poco, sólo un poco, de historia del boxeo profesional en EEUU.

Luego, la apisonadora cultural yanqui me ha brindado la oportunidad de ver en contexto muchas obras más, como el capítulo de Padre de Familia en que Peter Griffith descubre que tenía un antepasado negro, o la trama en Ex Machina sobre el cuadro de Lincoln. En la relación del superhéroe Pantera Negra con sus homónimos del Black Panther Party. Por supuesto, en las películas del histérico de Spike Lee. Y en la paranoia de El Anarquista, el negro simbólico de X-Statix, la obra maestra de Peter Milligan y Michael Allred. Pero también estuvo "La parte de Fate" de 2666, de Roberto Bolaño, New Thing, de Wu Ming 1, o los escritos del mismísimo Malcolm X. Tu abuelo no iba en el Myflower, tu abuelo era mercadería. El mito fundacional no te pertenece. Tu abuelo no era Thomas Jefferson, era Toussaint Louverture.

Sidney Poitier protagonizó en el 67 una película como la copa de un pino, En el calor de la noche, en la que interpreta al detective del FBI Virgil Tibbs, enviado a un pueblo de esos de la América profunda donde las matrículas de las camionetas lucen la bandera confederada, para investigar el asesinato de un empresario supuestamente motivado porque ofrecía trabajo a los negros en igualdad de condiciones. Tibbs tiene como enemigos a los racistas paletos del pueblo, pero también a sus propios prejuicios, que lo hacen descartar pistas debido a su obsesión con los motivos raciales del asesinato. En la escena cumbre -al menos para mi gusto- de la película, un grupo de aldeanos tiene acorralado a Virgil, que hasta entonces sólo se había librado de ser linchado gracias a la protección del sheriff, en un descampado de las afueras, de madrugada, sin nadie cerca que pueda ayudarle. Parece que ha llegado el final para nuestro héroe, pero entonces cae en la cuenta de que, gracias a su investigación, conoce los secretos de toda la panda que lo rodea, en especial de la hermana del cabecilla y uno de los matones. Dos frases del detective y los blanquitos endógamos acaban disparándose entre ellos, saliendo él completamente ileso y, de paso, resolviendo el crimen al conseguir librarse de su -justificadísima, eso sí- manía persecutoria.

En un capítulo de la primera temporada de El príncipe de Bel-Air, que era una serie de negros y para negros hasta la médula, sólo que nosotros éramos analfabetos cuando la veíamos, el tío Phil -qué grande eres, James Avery- recibe un importante reconocimiento de la comunidad de Los Ángeles como juez negro o yoquesequé. Sus padres acuden para la ocasión y, en concreto, la abuela Banks se dedica a contar un montón de anécdotas, sobre sus orígenes humildes y cómo luchó por los derechos civiles, que lo hacen avergonzarse. En acto de contricción, su discurso de agradecimiento comienza recordando cuando era el pequeño Zeke y competía en carreras de cerdos al sur de Virginia. Unos años más tarde, en una de las últimas temporadas, cuando Will y Carlton ya están en la universidad, intentan entrar en una de esas hermandades que se montan los gringos, pero de inspiración netamente negril. El líder espiritual de la misma, un tipo con rastitas y perilla, decide que no admite a Carlton porque es un "coco": negro por fuera y blanco por dentro. Carlton se defiende con uno de esos discursos al final del cual se meten aplausos enlatados, que culmina en una frase magistral: "No tengo que disculparme por ser negro y haber tenido una buena educación". ¿A nadie más le chirrió el contraste entre los dos capítulos? ¿La distancia psicológica que habían recorrido la serie y Smith? ¿De qué sirve Alí? ¿De verdad era tan histérico como parecía el bueno de Spike Lee?

Por muchas cosas que estén empezando a pasar, para nosotros, humildes íberos capetovetónicos que nunca hemos sido racistas porque por aquí hasta hace diez años sólo se paseaban los gitanos, que son como una cosa muy nuestra, todo esto es ciencia-ficción. El optimismo que pueda generar Obama sólo nos lo filtra el miedo comprensible a que la senilidad McCain y el fundamentalismo religioso de Sandra Palin puedan marcar los destinos del país responsable de la mitad del gasto militar del planeta -es decir, que EEUU invierte en armas lo mismo que todos los demás JUNTOS, incluídos Reino Unido, China y Rusia, segundo, tercero y cuarto en el ranking-.

Sin embargo, la historia de la negritud, desde los cánticos en la plantación hasta 50cents pasando por Martin Luther King y, una vez más, el histérico de Spike Lee, nos hablan de una cultura a la búsqueda de sus propias raíces, del sincretismo en todos los aspectos de la vida y de la lucha por la propia identidad. Volvemos a Malcolm. El mito fundacional no te pertenece.

Pero, ¿nuestro mito fundacional, cuál es? ¿Quién necesita realmente echar un vistazo atrás? ¿Quién es nuestro abuelo? ¿Los comuneros de Castilla? ¿Los moriscos de las Alpujarras? ¿El Cid o los príncipes poetas de las taifas? ¿O los tipos renegridos, de fajín y navaja de siete muelles, que gritaban "¡Vivan las caenas!" mientras destripaban franceses?

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