viernes, 5 de febrero de 2010

El síndrome del vampiro gay

Empecé a ver True Blood porque el director era Alan Ball, el creador de la mejor serie de la histeria de la humanidad, Six feet under -que protagonizaba el mejor actor de televisión de la histeria de la humanidad, Michael C Hall-. También, a qué negarlo, porque el argumento no parecía de vampiros, más bien un adaptación al género de las premisas de X-Men o Alien Nation -cuya última vuelta de tuerca ha sido Distric 9-.

Y, al principio, la cosa iba bien. Coges un bisho de ficción -superhéroes, extraterrestres, vampiros- y lo usas como metáfora de las mironías puteadas reales, aplicando algunas 'cláusulas de verosimilitud' a elementos de ese mismo concepto, tal que la sangre artificial o el tráfico de sangre de vampiro como droga para humanos. Etcétera.

Todo esto, además, sirviendo para ilustrar los temas que ya trató Ball en Six feet under: las familias disfuncionales, el miedo a la diferencia, los prejuicios de la América profunda... De hecho, era bastante descarado que los vampiros representaban a los homosexuales -Ball lo es, igual que Bryan Singer, director de X-Men 1 y X-Men 2-, con telepredicadores que los ponen a parir y toda la pesca.

Pero claro. En algún momento de la historia de la cultura popular de finales del siglo XX un tiparraca llamada Anne Rice consiguió que los vampiros pasasen de ser un género de terror a pornografía sentimental gay. Y esa estética, a la que llamaremos gótico yaoi, ya es inevitable para cualquier historia en la que aparezca un chupasangres.

En la segunda temporada -cuyos últimos capítulos me he calzado mientras empezaba a escribir esta entrada- hay un subargumento que va creciendo capítulo a capítulo, el de Mary Ann, una ménade -en última instancia, una vampiresa a la griega- que va conquistando las voluntades de los habitantes de Bon Temps haciéndolos entregarse a sus más bajos instintos.

La explicación sientífica de como la criatura hace lo que hace se base en que cree que puede hacerlo, una razón que conoce cualquiera que haya leído los cómics Marvel en los que sale Drácula. Dado que los superhéroes Marvel nacieron en la Edad de Plata, con la moda de la ciencia-ficción, su "universo" es mucho más laico que el de DC, dónde se da por sentado que el Dios judeocristiano existe e incluso hay un par de superhéroes que son, literalmente, ángeles, como Zauriel y El Espectro.

Así que a Drácula y demás vampiros, en el universo Marvel, una cruz, de por sí, les da un poco igual. Hace falta que el que la sostenga crea en ella para que tenga algún efecto, lo que les daña es la fe -ergo, la fe es la que da fuerza a los símbolos, y no al contrario-. El buen Conde de Transilvania se enfrentó a la Patrulla-X en una ocasión -por chorra que suene-, tratando de vampirizar a Tormenta. Lobezno lo ataca haciendo la señal de la cruz con las garras y Drácula se le descojona en la cara -comprensiblemente-, pero aparecen primero Rondador con un crucifijo y luego Gatasombra con su colgante de la estrella de David y lo joden bien. Y como dibujaba Bill Sienkiewicz, hasta funcionaba.

Retomando, el argumento de Mary Ann funciona perfectamente como una crítica salvaje al puritanismo de los gringos y la hipocresía que hay en el mismo. Muchas escenas -las de orgías y gente pegándose como prolegómenos sexual, básicamente-, parecen hechas para provocar, pero funcionan. Lo gracioso es que no se mete en si es bueno o malo de por sí, sino que es malo porque es involuntario. Pero poco más.

Luego, el hermano tonto de la heroína Sookie, Jason, se mete en una secta de cristiano antivampiros. Otra crítica salvaje al tipo de congregaciones reales en las que se inspira, y mucho mejor hecho que en el equivalente de X-Men, La Iglesia de la Humanidad. Lo mezcla con los grupitos paramilitares de zumbados que esperan el armaggedon, con frases geniales del descerebrado de Jason, que llega a especular con que Jesús fuese el primer vampiro, por aquello de dar a beber su sangre a los colegas.

Los cultistas estos tienen secuestrado a un vampiro de más de 2.000 años, Godric, al que se encuentra muy unido Eric, un vampiro de "sólo" 1.000 tacos, superior director del protagonista y novio de Sooki, Bill, que no llega ni ha 200. El tema es que Godric está cansado de la vida y de las peleas entre vampiros y humanos y de vampiros unos con otros. Y por su alto grado de mariconismo, lo condenan a ver salir el sol. La despedida de Eric y Godric es lo más pasteloso que me he echado a la cara en mucho, mucho tiempo, antes de que éste último arda como el pedazo de marica de playa que es.

Y Eric, por cierto, que es una especie de Lestade macarra, un rubio blandito especialista en componer caretos supuestamente intimidante o fingir languidez y hastío de mala manera. El guión intenta que el personaje sea interesante, ni bueno ni malo, ocultando que aún le quedan sentimientos humanos y "cortejando" a Sookie a su retorcida manera. Pero la extrema topiquez tanto de las pintas del actor como de su actitud de mamón decadente acaban con cualquier efecto posible. La mitad del tiempo que está en pantalla esperas que alguien le clave una estaca en el corazón -ya que no puede ser en el culo porque seguro que le gustaba-. Eric tiene el síndrome del vampiro gay inventado por Anne Rice.

Para rematar, la segunda temporada ha abusado de un recurso que ya se uso de manera puntual en la primera, los "flashback vampíricos". Como son inmortales, se echa un vistazo a lo que hacían en otras épocas -el chorras, básicamente-. Y su sociedad está completamente jerarquizada según la edad, con "sheriffs" y reyes y reinas, que son más rápidos y fuertes por decreto, pese a que también se ha establecido que una vez te vampirizan te quedas "congelado" en el mismo estado físico que tenías al palmar, de manera que hasta a una chica le vuelve a crecer el himen (¡!).

Los vampiros son como el viaje en el tiempo. La zorrita de gente que se mete a hacer historias de género sin haber consumido una en su vida, y por tanto lo hace mal creyéndose que como son "fantasía" hay barra libre para que funcionen con reglas arbitrarias.

En la quinta temporada de Expediente X hay un capítulo, el décimosegundo, Bad Blood, en el que Mulder le da el proverbial estacazo a un chaval para descubrir como luego se le caía la dentadura postiza.-con careto de "te lo dije" de Scully incluído-. La gracia está en la declaración que tienen que presentar ante el director Skinner, en la que cada uno da su propia versión -en la de él, ella es una histérica y el sheriff del pueblo un paleto de dientes largo; en la de ella, él es un chiflado caradura y el sheriff está buenísimo y hasta suena música épica cuando aparece-. Al final, el chaval de marras si era un vampiro, y el sheriff, y todo el pueblo.

El capítulo, uno de esos en plan comedia que se marcaban los guionistas de vez en cuando, escogía la única opción posible que la moda vampírica ha dejado sobre el tema: tomárselo a cachondeo. Y estamos hablando del año 1998. Cuatro después del estreno de Entrevista con el vampiro y la consagración del estilo Anne Rice.

Nótese que, pese a la mala baba vertida contra Anne Rice, Lestade la reinona de la noche y demás derivados, no he mencionado Crepúsculo, la cumbre del género de vampiros yaois para crías. La razón es sencilla. Me veo incapaz de igualar la crítica de cinecutre.

En fin. Ni siquiera Alan Ball ha podido evitar que siga odiando -y mucho- a los vampiros.

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